La mujer del maestro by Guillermo Martínez

autor:Guillermo Martínez [Martínez, Guillermo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1998-04-22T16:00:00+00:00

6

Volvió a verla fugazmente, poco menos de un mes después, en las circunstancias más inesperadas. Había muerto Torrens; la noticia le llegó bajo la forma de una tarjetita lacónica con la dirección de la casa velatoria enviada con un mensajero por la editorial. Releyó la tarjeta con estupor, sin poder recordar si en alguna de las últimas fiestas se había comentado algo sobre una internación o alguna enfermedad. Empezó a vestirse lentamente, venciendo una sensación de disgusto con sí mismo; tenía una larga aversión a los velorios y había apreciado a Torrens sólo relativamente: sabía perfectamente cuál era la única razón que lo impulsaba de todos modos a ir. El lugar quedaba bastante alejado del centro; era un pasillo con tres salones consecutivos y una marquesina modesta a la calle. En una pizarra a la entrada habían formado con unas letras de telgopor intercambiables el nombre completo de Torrens y al lado, algo movido, el número dos. Tuvo que abrirse paso entre un corrillo murmurante que se agolpaba en la primera puerta. El salón de Torrens, en cambio, estaba semivacío. Creyó reconocer a todos al entrar, casi como si fuese otra fiesta literaria, algo más silenciosa y desanimada. Había unas pocas coronas alrededor del féretro, que parecía un mueble discretamente retirado a un segundo recinto vacío. No había aparentemente ningún familiar directo de Torrens, nadie que pareciera seriamente conmovido ni que recibiera al menos las condolencias y Sebrel, cerca de la entrada, hacía las veces al mismo tiempo de maestro de ceremonias y del deudo más cercano. Conversó un instante con él: había sido, le dijo, un cáncer masivo en los pulmones; cuando los médicos lo abrieron ni siquiera habían querido operar. Se acercó lentamente al cajón y dio una mirada al cuerpo horizontal, que parecía empequeñecido, y a la cara descolorida, con las facciones calmas e intactas. Mirar a un muerto, volvió a sentirlo, era como tener un duelo con la muerte; siempre era difícil sostener los ojos. Contempló las manos manchadas de nicotina cruzadas blandamente sobre el pecho, los párpados cerrados y la expresión plácida que todavía podía confundirse con la del sueño y otra vez lo admiró la astucia grosera pero milenariamente eficaz de los Padres de la Iglesia, la idea que había hecho triunfar a Pedro y sus doce contra simonianos y setianos, contra nazarenos y fibionitas, contra las decenas y decenas de sectas gnósticas y cristianas, la piedra de toque del credo, de la que habían arrancado su autoridad y sobre la que habían cerrado filas hasta aniquilar toda oposición: la fe consoladora y macabra en la resurrección de la carne. El Cristo vuelto a la vida de Lucas, que pide que lo pellizquen y le den de comer pescado asado para desvanecerse convenientemente cuarenta días después. ¿No era un sarcasmo de la historia que la Iglesia se hubiera perpetuado y vencido gracias a lo que consideraba más despreciable, más efímero, más expuesto al pecado? Una ilusión biológica que duraba veinticuatro horas antes de hincharse y empezar a apestar.

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